El bouquet del miedo. Aroma de familia.
El libro que sirve hoy de pretexto a estas letras que pretenden siempre ser vitivinícolas es EL BOUQUET DEL MIEDO. Su autor XABIER GUTIÉRREZ. Editado por Planeta años 2016, 2017, en su colección “Crimen y Misterio”.
Es “El segundo caso del subcomisario Vicente Parra” quien pertenece a la Ertzaintza y se distingue en la categoría tipológica de los detectives de ficción por la asistencia a cursos de cata de vino por toda particularidad.
Con tal antecedente se enfrenta al asesinato de una enóloga, llevado a cabo ritualmente con un “corquete”. Según el Vocabulario Riojano de Cesáreo Goicoechea, ésta es “la herramienta que usan los vendimiadores para cortar los racimos”, a lo que se añade, para presumir de cultura ocasional, el dicho: “Marcos Marquete, vendimiador sin corquete”; lo que quiere indicar es que “cuando hiela por San Marcos – el día 25 de abril– se pierde la cosecha de uvas”.
La trama transcurre entre San Sebastián (singularmente el barrio del Antiguo) y Laguardia en Álava. Es un va y viene por la carretera que las une, de la que interesa singularmente la comarcal que comienza cuando se abandona la enojosa por transitada Nacional I a la altura de Briñas y va recorriendo la Sonsierra riojana hasta la capital de la rioja alavesa. Carretera que circula en paralelo zigzagueante, con sagrado respeto a las viñas, entre el río Ebro al sur y la sierra de Cantabria al norte. Su magia y belleza es tal que absorbe incluso a los más habituales usuarios, quienes descuidan en su arrobo las señales de tráfico con resultados que pueden ser fatales.
En Laguardia se ubica la bodega en la que la enóloga prestaba sus servicios, y que tiene en sí misma papel protagonista en la obra, desde la misma ficción de la posible existencia de semejante viñedo de cien hectáreas que sostenga el caserón, en la ladera de la sierra que mira hacia las murallas de la ilustre villa.
En el libro encontramos muchas referencias al vino, a su elaboración y su cata, pero nada especialmente sugerente añadirían a nuestra conversación como para ocuparnos de ellas aquí. Así pues de nuestro tema que es el vino se puede hablar poco, y de la trama se debe hablar menos. La acción en realidad hubiera podido transcurrir de similar manera en una ferretería, sin más que cambiar el corquete por una llave inglesa. Lo que el bouquet del vino aporta es esencialmente la verosimilitud. Es el glamour de bodega lo que explica y da sentido a la tormenta de pasiones que en su interior se bebe. Difícilmente la tornillería o cualquier otra cacharrería sería capaz de generar tales sentimientos.
Hablemos pues de bodegas y sólo de bodegas familiares. Los juristas animosos siempre a precisar conceptos de los que extraer conclusiones que manipular, califican como empresa familiar a aquella que pertenece en su integridad a una sola familia, que la gestiona directamente y con pretensión de que en un futuro al que no se pone límite le siga perteneciendo. En la práctica esto de la familia parece que vende como ejemplo de buen hacer íntimo y entregado. (Acabo de leer que el Banco de Santander pertenece al Instituto de la Empresa Familiar). Por eso no pocas bodegas se apuntan al carro, aunque sean muchas las personas, y por ende “sus familias”, quienes la integran, y desde luego no todas ellas detenten el poder de dirección ni puedan por asomo aspirar a detentarlo. Sin embargo sin olor a poder no hay en la bodega aroma de familia.
Es lugar común afirmar que, no obstante los ilusos sueños de los fundadores, la bodega familiar, en general toda empresa de tal apellido, se conserva en la familia un máximo de dos generaciones. La primera que la promueve y la segunda que la expande (es un suponer). La tercera la liquida y aprovecha. Tal afirmación es no obstante desmentida por la estadística que determina que solo un 30% de las empresas familiares llega a pasar a la segunda generación, y que solo un 15% beneficia a la tercera, la que percibe los frutos de la liquidación. No se encuentran estadísticas sobre el porcentaje que supera la tentación monetaria de la última.
Eso en el mejor de los casos. Toda empresa colectiva corre el riesgo de desavenencias entre los socios. Tal riesgo es inevitablemente más acusado cuando se le añade el peso de la historia de convivencia familiar, con sus agravios, malentendidos, celos y heridas no cerradas. No digamos cuando se añaden a la gresca los políticos, tan preocupados sólo de sus propios garbanzos. Además los fundadores, por demás padres, tienden a no ayudar, con decisiones y preferencias equivocadas, aspirando incluso a reinar después de muertos dejándolo todo “atado y bien atado”, como decía aquél famoso testamento cuya vigencia duró apenas unos meses.
Existen, nuevamente debe acudirse a los abogados y sus conceptos, lo que llaman “protocolos familiares”, mediante los cuales la familia se dota de reglas para regular cómo se pueden producir cambios en la estructura familiar (transmisión por los socios de su posición sea entre vivos o herencias por fallecimiento), cómo se reparten las cuotas de poder entre los distintos miembros, o cómo se tapa la publicidad de los conflictos mediante la confidencialidad de los arbitrajes. Pero cuando la “sangre” se pone a fermentar la irracionalidad se desborda y no hay protocolo que pueda encauzarla. “Knives out”.
Nuestra bodega familiar nació allá por el año 2012, como Laventura porque “quien no se aventura no ha ventura”. Desde el principio pusimos las barbas en remojo, lo que no es garantía de acierto. A los pocos años pasamos a llamarla “MacRobert & Canals S.L.”, porque nos pareció más honesto presentarnos con nuestros apellidos, tan atípicos en Rioja como lo es nuestra manera de hacer el vino. La tercera generación, la que une esos apellidos y a la que van dedicados nuestros esfuerzos, ya existe y nos ayuda en ellos.
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