Hay cierta unanimidad en Internet en establecer Roald Dahl publicó The Taste en la revista The New Yorker el 8 de diciembre de 1951. También he encontrado alguna página que nos dice que previamente se había publicado en el Ladies Home Journal en 1945. Siempre que se habla de vinos el año es muy importante, de modo que esta primera publicación resulta sospechosa puesto que uno de los citados (o catados) en la obra es precisamente de la añada de 1945; quizá el autor fuera actualizando la añada a la medida de la fecha de la publicación. Queda la aclaración para alguien a quien guste la investigación.
Descárgate el texto íntegro original del cuento aquí: The Taste by Roald Dahl
Si eres más de escuchar te recomiendo la teatralización que hace Aaron Lockman: Aaron Reads: «Taste» by Roald Dahl – YouTube
Existe una traducción al español: “La Cata”, por Iñigo Jáuregui, cuidadosamente editada por Nórdica Libros SL, con magníficas ilustraciones de Iban Barrenetxea del año 2014, que va ya por su décima reimpresión.
También puedes encontrar en la red muchos otros relatos del autor, cuyo sentido del humor es proverbial. Algunos de ellos relacionados con el comer y el beber que es lo que aquí más nos interesa; entre los infantiles, te puedo sugerir el del Oso Hormiguero, literalmente alimentado, el oso, por la peculiar pronunciación inglesa, y entre los de mayores, Cordero para el matadero, que nos enseña la utilidad extra gastronómica de su pierna.
Permíteme que no diga más de ellos, porque lo que menos quiero es estropearte las historias. Con este de La Cata ello resulta francamente difícil, porque además ardo en deseos de contar por qué la considero una obra maestra. Seguramente es vana mi intención porque en cuanto abras alguna página de internet sobre ella os la van a estropear. Yo quiero evitarlo, y me limitaré estrictamente a los aspectos que aquí nos interesan que son los relacionados con el vino. Los distribuyo en cuatro apartados: (01) el catador y el proveedor de vinos, (02) el acto de la cata, (03) el lenguaje de la cata, y (04) los vinos catados:
(01) LOS PERSONAJES:
Aquí tenéis a los miembros de la mesa, según la acertada imagen de Iban Barrenetxea. Nos referiremos exclusivamente a los protagonistas que podéis fácilmente identificar.
El proponente de la cata, digamos el anfitrión, es un
- “agente de bolsa”, “para ser precisos un especulador en el mercado de valores”, y como “muchos de su especie parecía un poco incómodo, quizás avergonzado de encontrar que había ganado tanto dinero con tan poco talento”. “En su fuero interno sabía que no era mucho más que un corredor de apuestas, -un meloso, infinitamente respetable, secretamente falto de escrúpulos corredor de apuestas- y sabía que sus amigos también lo sabían”.
De modo que ahora pretendía convertirse en un hombre culto
- “cultivar la literatura y el gusto estético, coleccionar pintura, música, libros y todo lo demás-”.
Saber de vino formaba parte de ello, a todo parecía dispuesto con tal de que se reconociera su capacidad para escoger buenos vinos.
El catador es un famoso gourmet; es definido casi como un auténtico profesional,
- “presidente de una pequeña sociedad conocida como los Epicúreos… cada mes circula privadamente entre sus miembros un opúsculo sobre comida y vinos… organiza cenas en la que se sirven suntuosos platos y vinos raros…”
¿Un friki, tal y como lo definíamos en la primera de estas cartas? Quizás. ¿Consideraríamos hoy friki a quien califica de “repugnante” la costumbre de “fumar en la mesa”? Seguramente no, y ¿a quién no fuma “por miedo a estropearse el paladar”?
En todo caso un auténtico profesional de la cata. En ese momento se convierte en
- “todo boca -boca y labios- los gruesos y húmedos labios de un gourmet profesional”, “el labio inferior colgando en su centro, labio de catador permanentemente abierto, con la forma adecuada para recibir el borde de la copa o un bocado de comida…” Tan adaptado a esa función como el “ojo de la cerradura” a la llave.
En suma, dos arquetipos enológicos: el enterado, que no puede soportar que se diga que no lo sabe todo, y el advenedizo, que no puede soportar que se diga que no sabe nada.
(02) LA CATA:
El anfitrión se sirve primero un dedo en su copa, literalmente lo “vuelca” ya que el vino reposa en una cesta de mimbre con la etiqueta oculta boca abajo -la típica “ridícula” cesta-, y después llena las copas de los demás. Llenar es aquí “filling up”, es decir a lo que entiendo hasta arriba, quizás no hasta el borde de la copa, pero parece el típico llenado de restaurante sacaperras que pretende hacerte consumir vino (sacando de oficio incluso la segunda botella, a la mínima que ven que ese nivel ha descendido). Una copa así rebosante, tan pretenciosa y vana en su insensata medida, impide que el vino sepa y huela hasta que alcance su medida racional. Quizás una insinuación, como tantas esparcidas en el texto, en este caso sobre la falta de conocimiento y exceso de posibles del anfitrión.
En todo caso la copa no estaba tan llena que impidiera la entrada de la nariz del catador, acto con el que empieza su “impresionante actuación” –literalmente toda una “performance”-.
- “La punta de su nariz se introdujo en la copa y se movió sobre la superficie del vino, aspirando delicadamente. Hizo girar el vino con suavidad en la copa para percibir el bouquet. Su concentración era intensa. Había cerrado los ojos y ahora toda la mitad superior de su cuerpo, cabeza, cuello y pecho, parecía transformada en una especie de enorme y sensible máquina de oler, recibiendo, filtrando, analizando el mensaje que la nariz aspiraba…”
“El proceso de oler continuó durante un minuto al menos, entonces, sin abrir los ojos o mover la cabeza, bajó la copa a la boca y vertió en ella la mitad de su contenido.
“Se detuvo, su boca llena de vino, obteniendo la primera cata, luego permitió que algo de él se deslizara hacia la garganta, y pude ver como su nuez se movía al pasar. Pero retuvo la mayor parte en la boca. Y entonces, sin tragar nuevamente, aspiró una ligera bocanada de aire que mezcló con los vapores del vino e hizo pasar hasta sus pulmones. Contuvo la respiración, la exhaló por la nariz, y finalmente dio vueltas al vino alrededor y bajo su lengua, y lo masticó, literalmente lo masticó como si fuera pan.”
Tras algún pequeño sorbo, y mucha palabrería que luego veremos, continuó su “actuación”.
- “De nuevo se detuvo, levantó la copa, y apoyó el borde en su combado colgante labio inferior. Entonces vi la lengua, rosa y estrecha, que salía disparada, sumergirse en el vino y retirarse de nuevo rápidamente –una visión repulsiva-. Cuando bajó la copa, sus ojos permanecieron cerrados, la expresión concentrada, únicamente los labios se movían, deslizándose uno sobre otro como dos piezas de goma húmedas y esponjosas.”
Y continuaron los pequeños sorbos hasta el fin de su memorable actuación.
(03) EL LENGUAJE DE LA CATA:
El lenguaje descriptivo del vino necesitaría seguramente muchas entregas de esta serie de vino y letras. Hoy es un lenguaje altamente tipificado, al menos muy reconocible entre los expertos o los profesionales del sector. Se suelen citar los años ochenta de la pasada centuria como momento en que se sintió esa necesidad de establecer parámetros de entendimiento, por más que éstos fueran abundantes en metáforas e imágenes plásticas.
Roald Dahl, si pensamos en la fecha de publicación de su cuento, resulta ser un avanzado de la cuestión y apunta razones sobre esa necesidad que después se sintió, para entendernos. Ya al principio del mismo, al describir al catador nos dice que
- “tenía el curioso, más bien peculiar hábito de referirse al vino como si fuera un ser vivo”.
- “<Un vino prudente>, podría decir, <un poco desconfiado y evasivo, pero bastante prudente>. O bien, <un vino bienhumorado, benevolente y alegre –ligeramente obsceno quizás, pero no menos bien humorado>”.
Y al comenzar la cata propiamente dicha:
- “<Um, sí. Un vinillo muy interesante –suave, gracioso, casi femenino en su retrogusto>”,
estableciendo un parámetro de género luego reiteradamente utilizado, hasta que éste como todos ha entrado en revisión. Habrá que volver en otro momento sobre esto.
(04) LOS VINOS:
Tres eran los vinos previstos a catar, al menos tres copas de vino por persona reposaban sobre la mesa de la cena, dispuesta para un festín. Sin embargo uno, el último, no se llega a catar. ¿Sería un vino dulce?, ¿un oporto con el postre?, ¿una sorpresa con el queso? Sabemos que había mucha plata brillante pero no la índole y distribución de la cubertería, ninguna pista por tanto sobre el destino de esa tercera copa, de vino desde luego pues así es llamada. Una pena, conocida como es por su propia aseveración la amplitud de la bodega de Roald Dahl. Hubiera sido oportuno e interesante conocer su gusto para ese momento final, pues tengo la convicción de que estaba reflejando en el cuento su propia cata. Por particulares razones excluyo por completo el champán
De los dos vinos que nos quedan, uno no es propiamente objeto de cata. Se bebe, se deglute sin compasión incluso, pero no se saborea ni analiza. Y sin duda no era merecedor de ese maltrato; se trataba de un Mosela, un <Geierslay Ohlisberg, 1945>, producto de una compra que el anfitrión había hecho el pasado verano en el mismo pueblecillo de Geierslay, casi desconocido fuera de Alemania. Nos precisa además que su elección no venía dada solo por ese motivo, sino porque antes de un “delicado claret” hubiera sido un acto barbárico servir un vino del Rin, que es lo que hubiera servido un montón de personas “que no conocen nada mejor”:
- “Un vino del Rin mataría al delicado “claret”, ¿sabes eso?.”
Así pues un Riesling, con casi total seguridad, de esa zona del río llamado Mosela Medio, viñedo plantado en la extrema pendiente que llega hasta el agua misma, mirando a poniente para recibir hasta la última gota de un sol huidizo, y con un suelo de pizarra oscura y que absorbe el calor, seca y con un drenaje inmediato. Personalmente una debilidad.
Y con ello entramos en el “claret” que ya desde el principio se nos dice que es el vino a catar. Es poco acertada la imagen que dicha palabra literalmente transmite. El “claret” es expresión típica para referirse a un Burdeos -aunque luego por extensión se aplicara al vino de otras zonas, como sería Borgoña, e incluso al mismo Rioja-. Esto es el vino que se produjera en la región de Aquitania. Acuñada tal referencia siglos atrás, quizás desde la misma época en que, Leonor su Duquesa, la aportara a su marido “inglés” Enrique II, el primer Plantagenet -amén de darle cinco hijos varones que había negado a su primer esposo el rey Luis VII de Francia, quien la había repudiado por ello-. De hecho aún hoy en buena manera los ingleses incluyen a (el vino de) Burdeos como parte de su imperio, y de su excéntrica idiosincrasia.
Desde el principio de la narración queda claro por supuesto y descontado que el vino de la cata no podía ser otro.
El anfitrión nos aclara previamente el objeto de esta; se trata de localizar la procedencia oculta del vino, su productor, el “terroir” en suma. En la medida en que no se trata de uno de los famosos grandes vinos, como Lafitte o Latour, entiende que el experto al máximo podría localizar la región de que procede, esto es, si es St Emilion, Pomerol, Graves o Médoc, pero cada región tiene diversos municipios, y estos a su vez muchos, muchos pequeños viñedos; es imposible para un hombre diferenciar entre ellos tan solo por el sabor y el aroma del vino. Y no le importa por tanto añadir que el vino procede de un pequeño viñedo rodeado de otros pequeños viñedos.
Con tales antecedentes nuestro catador se apresta a la cata, en cuerpo y alma como hemos visto.
De entrada elimina las regiones de Saint Emilion o Graves, ya que el vino tiene un “cuerpo demasiado ligero” como para pertenecer a una de ellas.
Obviamente es un Médoc.
Una vez aquí situado, excluye Margaux –carece del “profundo bouquet” que este tiene-, y excluye Pauillac –pues al contrario que los vinos de esta, “es demasiado delicado, amable y soñador”-. Y aquí la personalidad del catador se explaya: El vino de Pauillac tiene en su gusto un carácter que es casi autoritario, y contiene un cierto vigor, un peculiar terroso y medular sabor que la uva adquiere del suelo. En cambio, el catado es un vino amable, comedido y vergonzoso en su primera apreciación, emergiendo muy tímida pero graciosamente después. Una ligera malicia, incluso una pequeña travesura al atormentar burlonamente la lengua con un rastro de tanino, en el segundo nivel. Y por fin, en el retrogusto, encantadoramente consolador y femenino, con esa cualidad generosa y abundante que uno asocia a los vinos de Saint Julien,
Saint Julien pues sin posibilidad alguna de error. Una vez situado aquí, hay que fijar, digamos, la categoría. No es un primer “cru”, no es un segundo, no es uno de los grandes. Le falta para ello, la cualidad, la fuerza, el resplandor. Quizá un tercer “cru”, pero no, definitivamente es un cuarto, aunque sea de un gran año.
Dentro de los “quatrième cru” de Saint Julien, el tanino en el medio gusto, y una vivaz presión de astringencia en la lengua, nos lleva a los pequeños viñedos de la zona de Beichevelle. Pero no del propio Beichevelle, algún sitio próximo. ¿Quizás Château Talbot? No; un Talbot se entrega más rápido que este, además si es la añada del 34, como cree, no podría serlo. Un sitio próximo a ambos, casi en el medio. Y no puede ser otro que el pequeño Château Branaire-Ducru, y la añada 1934. Pequeño encantador viñedo, adorable viejo Château, tan bien conocido que no concibe cómo no lo reconoció de inmediato.
No procede entrar a desvelar si el vino ha sido adivinado correctamente o no. Nuestra intención se limitaba, ya dijimos, a apuntar unas características de vinos que espero sean de vuestro interés y a invitaros participar de un cuento que, siguiendo al clásico, instruye deleitando.
Terminamos, pero no sin completar las referencias enológicas, pues el Mosela es servido con pescaditos fritos en mantequilla -¿cómo no añorar los chanquetes de la bahía de Cadiz, fritos en aceite de oliva y regados con una manzanilla del Puerto?-, y el Burdeos iba a serlo naturalmente con un trozo de carne asada y contorno de verduras.