Hoy los refranes andan de capa caída, y no menos los “refraneros” entendidos no en el sentido académico de colecciones, sino en el coloquial de personas proclives a endilgarlos sin ton ni son. Las razones están claras. Buena parte de los refranes contienen moralinas estomagantes, cuando no hacen vomitar directamente, y tal es con frecuencia el propósito de quienes los pontifican. Prosódicamente hablando son moscas cojoneras o tocapelotas.

Con todo hay refranes que tienen un puro y sugerente valor descriptivo, y hay situaciones en que los mismos encajan como anillo al dedo. Incluso el taco tradicional, la palabra malsonante de toda la vida, puede tener su momento adecuado y brillante, aún para los más remilgados.

Un repertorio para tales ocasiones con relación a la materia que aquí felizmente nos reúne, es el libro Refranes y dichos populares en torno a la cultura del vino de Víctor Jorge Rodríguez, auto editado, lo cual es quizá todo un síntoma, por segunda vez, lo cual puede ser un consuelo o acaso un refranero tropiezo en la misma piedra, en mayo de 2015.

 

refranes y dichos populares del vino

 

Tenemos aquí un repertorio amplísimo, desgranado en sucesivos capítulos relativos a la exaltación del vino y de sus beneficios para la salud, a la manera en que se debe beber, tanto solo como acompañado, incluso de otros alimentos, a sus consecuencias, físicas y psíquicas, tanto respecto de la amistad, como del “amor” (lo dejo entrecomillado porque mayormente los refranes tienden aquí al vinagre), o respecto de los casamientos.., a más de otros “refranes de toda la vida”, relativos a los cuidados de la viña y elaboración del vino, y a las diversas zonas geográficas de producción. En adecuada conclusión: “El vino para todos. El vino siempre”. Tiene además una previa introducción en la que se destaca la naturaleza de los refranes como elemento de la cultura popular, y se aconseja el tomarlos a pequeños sorbos, paladeando y en buena compañía.

Ahí quedan pues a disposición de vuestro ingenio. (De lo de la auto edición me percaté cuando estas líneas estaban muy avanzadas. Quizá el libro no sea fácil de encontrar, con todo colecciones hay muchas*). Me temo que yo no hice caso del consejo, y su ingestión masiva ha generado cierta pesadez. Por un momento pensé que, para dar un toque de humor a la retahíla de frases sentenciosas, podría tratar de ofrecer su traducción literal al inglés. Por divertiros, hablando en plata (speaking in silver), ya que de perdidos al río (from lost to the river); además ello podría contribuir a ampliar el idioma de Shakespeare, puesto que en su tierra lógicamente el vino carece de caldo popular de cultivo, y el campo es campiña para expansión de nobles animales, protagonistas estos por tanto mayormente de sus refranes, singularmente el caballo, pero también gatos y perros que al parecer les caen del cielo llovidos a cántaros. Un par de pruebas me hizo desistir del propósito, no saltaba ninguna chispa.

En todo caso, tomados con un grano de sal –recaigo de nuevo en lo de refranero, debe ser lo de la viga en ojo propio y la paja en ajeno-, un buen refrán puede tener su buen momento. Categorizar sobre lo que sea bueno es siempre subjetivo. A mí me gustan los metafóricos y los de toda la vida: “subirse a la parra”, “caerse de la parra” (versión riojana del guindo), “salir a por uvas”, “nos dieron las uvas”… Real y no metafórico debió ser el “te la han dado con queso”, argucia que se emplea(ba) para mejorar la calidad del vino. (Treta infalible y universal porque, según nos cuenta nuestro libro, que el vino con queso sabe a beso es expresión literal en al menos siete idiomas; en todo caso no conviene abusar del tópico, la mejor manera de destrozar un magnífico vino es tomarlo con un magnífico queso inadecuado).

 

 

Trato de evitar lo de “al pan, pan y al vino, vino” que detrás de su inocencia suele esconder una pretensión beligerante; los angloparlantes la dejan clara en su forma de decir: “to call a spade, a spade”. Mantengo lo de la beligerancia, pues yo naturalmente identificaba sin más “spade” con “espada”, cayendo de bruces en la trampa del falso amigo. Podéis verla en: http://falsosamigos.com/2012/07/spade%E2%89%A0espada/

El “spade” pues viene del “spate” germánico, que es una pala nada beligerante –parece que singularmente utilizada por los cerveceros, como da fe la marca de una de ellos-, o también una laya. No obstante, sea dicho que en un diccionario de latín encontré “spatha” referida precisamente a las espadas que utilizaban los pueblos bárbaros del norte, porque la romana era llamada “gladius”, de aquí los gladiadores. También cabría apuntar en mi descargo que los ingleses califican de “spade” al palo de “espadas” de la baraja española y a ¿su equivalente? de “picas” de la baraja francesa.

En fin que escribir siempre es equivocarse. Al que le interese embrollar más la cuestión puede consultar la Wikipedia, e incluso la siguiente página que echa la culpa del embrollo nada menos que a Erasmo de Rotterdam al traducir los Apotegma de Plutarco: https://wordhistories.net/2018/07/21/call-spade-spade/

Dado que esto se va alargando como en mí es inevitable, no parece oportuno una mayor selección, que sería azarosa, entre los centenares de refranes que hay. Así que solo voy a detenerme en dos por su vigencia en el contexto de MacRobert & Canals: “el pan cambiado y el vino acostumbrado”, y “donde buenamente quepa, viñador, planta una cepa”.

El primero quiere expresar que, en tanto que respecto del pan gusta probar cosas nuevas, respecto del vino, una vez afirmado el gusto no hay quien lo quiera cambiar. De eso naturalmente nos quejamos las bodegas jóvenes, de la dificultad de cambiar los hábitos de los consumidores de vino. Obviamente no llueve a gusto de todos, de modo que tenemos amigos propietarios de bodegas centenarias que se quejan de que hoy sus clientes solo buscan, como la sociedad, la última novedad.

El segundo es naturalmente de época anterior a la mecanización del campo. Los rendimientos eran los naturales de la tierra, y no los forzados por medios artificiales. Prueba de la verdad del refrán son las plantaciones en nuestras viñas de El Barranco del San Ginés, en Laguardia, y el Paraje de La Virgen, en Lanciego, ambas declaradas ya viñedos singulares.

Tal parece que en esta materia es un hecho científicamente comprobado que el tamaño de los culos de los animales de tiro y carga ha sido la más precisa vara de medir anchuras a lo largo de la historia. Determinó en su momento –la suma de dos culos-  el ancho de los carros y carruajes por ellos tirados, de aquí pasó a los vagones del ferrocarril, y por consecuencia a la anchura de caminos y vías férreas, a continuación túneles, y naturalmente a los objetos transportados, incluso los mismos cohetes bélicos. Al respecto nosotros no añadiremos más que el dicho italiano: “sè non è vero, è ben trovato”.

 

“Tomando medidas».

Sin duda alguna que tal tamaño determinó la forma de plantación de las viñas cuando caballos y mulas eran instrumento esencial de trabajo; respetando esa necesaria distancia y la derivada de sus inevitables contorsiones y giros, las cepas se plantaban donde buenamente cabían. Se utilizaba el cuadro y no la hilera, porque las pasadas del arado dejaban así menor espacio para completar la labor manualmente con la azada. El rendimiento se obtenía por la acumulación de cepas –era la lluvia, la otra variable a tomar en consideración-, y no cabía forzar químicamente la producción de cada una de ellas. Hasta cierto punto no molestaban las pendientes, no habiendo por otra parte medio de allanarlas.  En El Barranco nos hemos encontrado que la anchura es de 1,40 metros, en tanto que en Lanciego es de 1,60 metros, no todos los culos son del mismo tamaño según es sabido, aunque por otra parte también pudiera ocurrir que fuera un lago o depósito ya construido –la cabida de éstos se solía acomodar a la tierra poseída-, el que determinara la cantidad de uva que podía elaborarse y por tanto el número de cepas que debían plantarse.

(*) De hecho, terminadas estas letras me topé revolviendo libros de viejo, con “Los refranes de Baco”, una también espléndida y ordenada recolección por Luis Hermógenes Álvarez del Castaño, publicada por Libros.com, en su segunda edición de marzo de 2014.

 

El libro que nos ocupa en esta entrega de Vino y Letras se titula: “FALSOS MITOS Y VERDADERAS LEYENDAS DEL MUNDO DEL VINO”. Su autor es Antonio Tomás Palacios García, Enólogo y Doctor en Biología, editado por AMV Ediciones, en su segunda edición del año 2018.

 

 

El autor es sobradamente conocido en el mundo vitivinícola, no en vano amén de los estudios indicados en el párrafo precedente, es práctico en todos sus ámbitos, desde la elaboración por tierra y su aire, por mar y su fondo (sic, es decir tal y como suena), pasando por la investigación, por el análisis químico y microbiológico, hasta por la enseñanza tanto como profesor universitario, como formador en empresas privadas. Y aunque en la contraportada del libro no se recoja, se mueve con mucha soltura, quizá deba decir experiencia, en el campo del marketing.

El libro se dirige, según se subtitula a “consumidores y profesionales”. Y efectivamente los primeros podrán encontrar en él química afectiva que les haga aprender a disfrutar más, y los segundos química científica que le ayudará en la toma de decisiones.

Contiene cuarenta y un  puntos, y un “Bonus track”, que es una historia de amor entre la hermosa Berry, la uva, y el heroico Saccharo, el hongo, de cuya fruición mutua el vino es glorioso hijo, relación amorosa y erótica que como todas las míticas que se precien necesita de su Cupido, un dios, en este caso en forma de ser humano que ponga en relación a esos dos protagonistas, controle y enriquezca su relación productiva.

 

 

Obviamente no podemos pretender aquí hacer un resumen por más sintético que fuera del contenido de cada uno de esos cuarenta y un puntos. Las cuestiones en ellos tratadas interesarán a todos los amantes del vino. Naturaleza y hombre en la elaboración del vino, sedimentos y filtración, oxigenación, envejecimiento, olfato y cata, definición y palabrería, ecologismo y superchería, disfrute del vino y “superfluosidades” (como diría Manolito, el amigo de Mafalda), ciencia enológica y homeopatía, efectos saludables y soñados del vino, precio y valor, el terroir y la percepción mineral, maridajes, crianzas…

 

 

El autor da lo que promete: desmonta mitos y afirma verdades con beligerancia científica y desmedida pasión por su trabajo y por el resultado de este. Algo de esa pasión se nos contagia. ¡Viva el vino! Aunque nos previene contra el romanticismo. El mercado es el mercado, y si no entra en el mercado la bodega no es bodega, o pronto dejará de serlo.

Las enseñanzas de libro podrían condensarse en el axioma: respeta al hombre tanto como respetas a la naturaleza. Encuentra profunda incongruencia en afirmar que cuanto más actúe la naturaleza y menos el trabajo del hombre mejor será el vino, siendo así que el destino natural de las uvas sin intervención humana es morir en forma de vinagre.

 

 

Desde las primeras páginas ya se defiende que es la “intervención humana” en el viñedo y posteriormente en la vinificación (bodega) la determinante de la calidad, personalidad y diferenciación del resultado final. En ese esfuerzo debe atender a las demandas de los consumidores, y por ende a las modas dictaminadas por los prescriptores, que solo la tecnología y la innovación científica es capaz de seguir. Podemos quizás aquí enarcar cejas en gesto interrogativo. Páginas después tras abordar las cuestiones de la decantación, de los sedimentos y de la filtración, concluye que las decisiones técnicas de bodega para mantener la integridad sensorial del vino no deben depender de modas o tendencias, sino del conocimiento a nivel químico y microbiológico del producto. ¿Contradicción? No creo, más bien diría equilibrio, proporción, justa medida, respeto… (Uno lee sobre prácticas como esa especie de deconstrucción/reconstrucción molecular del mosto a través de un proceso de ósmosis inversa, y no puede evitar el pensar una vez más que de los “perfeccionismos” no puede salir nada bueno, por muchos puntos que obtenga.)

 

 

Esa misma vocación cientificista se reafirma más adelante; apostar decididamente por el ecologismo, no debe excluir la modernidad tecnológica, rechazando lo que califica de desvaríos, como la homeopatía enológica, o el recurso a la energía cósmica o al esoterismo; no entramos aquí y ahora en el debate, nos limitamos a compartir la premisa de que la circunstancia de que un vino sea definido como natural no implica sin más que sea bueno. También conjuga el “terroir” con la técnica vitivinícola, y la tradición con la innovación tecnológica…

En suma trescientas treinta y una páginas de amor por el trabajo bien hecho y bien fundamentado, que contribuirán a incrementar vuestra cultura enológica, por tanto vuestros recursos para apreciar la “naturaleza” de los vinos, y en definitiva vuestras ganas de ponerla en práctica, que es lo que de verdad importa: beber vino siempre con equilibrio y en la mejor de las compañías (tanto personales como alimenticias).

I.- Ferran Centelles, quien trabajara en el mítico elBulli entre 1999 y 2011, obtuviera el premio Ruinart 2006 al mejor sumiller de España y fuera Premio Nacional de Gastronomía en 2011, entre otros méritos, ha escrito un libro para sus compañeros de sumillería. Quienes somos ciertamente profanos en la materia nos debemos congratular de ello. Podemos tener la esperanza de que algo de sus enseñanzas cale en los destinatarios, y por tanto tenga benéfica influencia en nosotros cuando acudamos a disfrutar a sus restaurantes.

Porque al final de todo, después de todos los estudios, pruebas, análisis, intuiciones y conclusiones sobre cuál es el vino que, en perfecta sinergia con la comida servida, es el que teórica y empíricamente ha de proporcionar, objetivamente hablando, el mayor de los placeres, el sumiller debe dar un paso más. Debe captar la atmósfera exterior y los mensajes interiores del cliente, para obtener ese mismo resultado, si bien ahora subjetivamente hablando, esto es debe ser capaz de intuir cuál de los posibles vinos que su conocimiento le dicta, proporcionará en ese momento concreto al consumidor la mayor de las satisfacciones. Desde luego si para ello mucho hay que saber de la psicología de los clientes infinitamente más hay que saber de vinos.

El título del libro, ya está avanzado, es ¿Qué vino con este pato? Una aproximación a la esencia de los maridajes. Aquí el pato se presta al juego de palabras, obviamente pensamos en “plato”. Quizás el autor se esté refiriendo a diversas categorías de ánades, pues es precisamente uno de ellos, el “Pato Apicius”, el que servido con vino de Banyuls, da inicio la moderna teoría del maridaje, el maridaje de contrastes. Si el autor hubiera preferido una perspectiva histórica seguramente hubiera recurrido a la “anguila”, sobre la que da noticia de una de las primeras referencias de maridaje que se encuentran escritas: los romanos la tomaban con especial delicia con un buen Phalernum de la región de Nápoles. Pero con la anguila es más difícil la sinergia y quizás también la rima.

 

 

II.- Inevitablemente el autor se entretiene al principio en tratar de poner nombre al objeto del libro. Maridaje. Tal parece que la voz “maridaje” no gusta a nadie, pero también parece que todo el mundo, incluidos por tanto el autor y el autor de estas líneas, se han resignado a no encontrar otra palabra mejor. Armonización, concordia asociación… suenan bien, pero no encajan para nada con ese objeto. Las palabras terminadas en “aje” que son expresivas de una acción suenan forzadas, y además en el caso de “maridaje”, esta parece contener una enojosa perspectiva de género que no puede estar más lejos de la realidad, pues su esencia no es la asimilación de la pareja a uno de los factores, sino la sublimación de ambos. Que la unión de bebida y comida sea mejor que la suma de ambos elementos por separado. Me quedo con la segunda definición que de maridaje nos da el DRAE: “Unión, analogía o conformidad con que algunas cosas se enlazan o corresponden entre sí; p.ej., la unión de la vid y el olmo, la buena correspondencia de dos o más colores, etc.”. ¿Puede haber más seductor emparejamiento que esa simbiosis entre la vid y el olmo?

El objetivo del “maridaje” es pues mejorar el resultado por la suma de factores. De aquí se sigue, como el autor nos irá descubriendo poco a poco, que la versatilidad del vino es su más preciada virtud a la hora de maridar.

 

 

III.- De alguna manera el libro recoge la historia de la evolución de la técnica del maridaje a partir del momento en que se aprecia la insuficiencia de los lugares comunes sobre él heredados del pasado.

Ahora bien, no debe decirse que estos criterios básicos heredados, transmitidos en el ámbito doméstico de padres a hijos, hayan perdido sentido. Al menos nos quedan a los profanos como principios generales de orientación. Razonablemente no cabe equivocarse al respetar que los blancos van mejor con el pescado y los tintos con la carne, o los dulces con el postre –a salvo ese empalago del foie con Sauternes, hoy en general decadencia-, o que el orden debe ser de menor a mayor tanto en lo relativo a color como a temperatura o a grado alcohólico. Mantienen también su vigencia factores que facilitan la elección. Por ejemplo, la adaptación a los vinos regionales, antes casi inevitable, ahora más voluntarioso. Y sobre todo la subjetividad del gusto; para gustos se han hecho los colores y…los vinos; poca equivocación podemos derivar de seguir firmemente este principio.

Claro es que estos maridajes de andar por casa no pueden satisfacer a los profesionales del vino, y menos si se piensa en la evolución que la comida, y más la comida en restaurantes, ha tenido en los últimos años.

IV.- A continuación Ferrán Centelles pasa revista a las personas que más relevancia han tenido o están teniendo en la evolución de la teoría y práctica de los maridajes. La mayoría de ellas tiene alguna publicación, que se recoge en la muy interesante bibliografía que el libro contiene.

Cada hito de esa evolución es una historia. Una historia de personas, conversaciones y viajes, que hacen el libro muy grato de leer, y de seguir. Me tomo la libertad de hacer una clasificación orgánica y desenfadada.

Así, se ocupa en un primer paso de:

  • los maridajes “imaginados” con Rafa Peña y Mireia Navarro (restaurante Gresca),
  • el “maridaje para el comensal (diner) y no para la cena (dinner)” de Tim Hanni,
  • el “maridaje familiar” con Evan y Joyce Goldstein;

después de:

  • el “maridaje metodológico” basado en los elementos de “contraposición y concordancia” de vino y comida, de Gino Veronelli y Pietro Mercadini que culminan en “Il Vino” el restaurante de Enrico Bernardo en el que, en su propuesta más audaz, será el vino, único objeto de elección por el comensal, el que decida su comida,
  • el “maridaje inabarcable” de los cuarenta platos de elBully, desafío frente al que nuestro autor, que era en buena medida el responsable, consiguió alcanzar la calma oriental, a través de Jeannie Cho Lee quien aportara la panacea de la “versatilidad”, y encontrar la paz interior a través de Jancis Robinson: (“La obsesión por conseguir el maridaje perfecto a veces crea demasiada presión”) y de su marido Nick Lander (“Cuantas menos normas, mejor, no te dejes intimidar por el maridaje”);

 

 

no obstante, continua su búsqueda con,

  • el “maridaje piramidal” de Robert J. Harrington, quien en la base de una pirámide para la coordinación de los elementos coloca los gustos básicos –salado, dulce, ácido, amargo, y “umami” (“sabroso”, sabor básico en Japón, hoy, por extensión de sushi y derivados, de rango universal, resultado del glutamato monosódico)-, en el nivel intermedio, la “textura” –la estructura de grasas- y en la punta, los “aromas”.
  • el “maridaje molecular” de Pierre Chartier,  que podríamos calificar de “jerarquía invertida” porque en la base de su pirámide están los “aromas”, determinados estos por la “molécula dominante”.
  • el “maridaje transversal”, de síntesis, o “combinado” en el que ya se moja nuestro maestro autor: “en la pirámide, todos los elementos tienen la misma importancia”.

 

 

para acabar con,

  • el “maridaje integral” o “relatividad del maridaje” de Josep Roca (El Celler de Can Roca) ningún maridaje es adecuado si no conecta con el cliente, de modo que hay que conocer todas las normas y reglas sobre maridajes para poder romperlas con conocimiento de causa a mayor satisfacción del comensal.

IV.- ¿Y qué pasa entonces, una vez analizadas todas las posibilidades, con las alcachofas que todos sabemos “inmaridables”? “La alcachofa en el banco de los acusados” es el título del capítulo en el que se ocupa de ello. (Sentando también en el banquillo al vinagre, a los espárragos, a los huevos y al chocolate –este último para mi sorpresa; volvemos a lo de los gustos y los colores, un chocolate negro negrísimo con un tinto poderoso rojo violáceo están de muerte, digo yo-.) No consta sentado sin embargo un producto que yo aprendí hace unos treinta años en la cocina de una de las más prestigiosas bodegas de la tierra del Rioja. La tablilla colgada decía textualmente: “¡Ojo! No servir vino con los puerros y menos si son profesionales”. No sé si sigue, el cartel o la cocina quiero decir, la bodega continúa viento en popa; habrá que aplicarse el dicho).

 

 

Aliado con su amigo, el ya citado Rafael Peña quien preparó alcachofas de siete maneras diferentes (crudas, hervidas, a la brasa, rebozadas, fritas, en escabeche, en caldo), fueron estas maridadas con nueve vinos españoles de diferente perfil (cava, cava rosado, blancos ligero y con cuerpo, rosado de cuerpo medio, tinto potente, oxidativo, amontillado, txakoli). Sesenta y tres combinaciones posibles por tanto para destruir el sambenito. Seguramente encontraréis al menos una que os llene de buenas sensaciones. Preferiblemente evitar el tinto.

 

 

V.- A modo de conclusiones.

Si se trata de un maridaje en restaurante confiad en que el sumiller haya leído con aprovechamiento el libro de Ferran Centelles.

Tratándose de comidas caseras, seguid vosotros sus consejos. Y…ensayo, ensayo, ensayo… o lo que es lo mismo disfrutar, disfrutar, disfrutar. Y si ocurre que algún vino no funciona con la comida, ya se sabe que los errores enseñan más que los aciertos y que seguro que nada trágico ha de pasar como dice la mismísima Jancis Robinson: “Es increíble cómo algo absorbente y neutral como el pan puede actuar como neutralizador”.

 

Hay cierta unanimidad en Internet en establecer Roald Dahl publicó The Taste en la revista The New Yorker el 8 de diciembre de 1951. También he encontrado alguna página que nos dice que previamente se había publicado en el Ladies Home Journal en 1945. Siempre que se habla de vinos el año es muy importante, de modo que esta primera publicación resulta sospechosa puesto que uno de los citados (o catados) en la obra es precisamente de la añada de 1945; quizá el autor fuera actualizando la añada a la medida de la fecha de la publicación. Queda la aclaración para alguien a quien guste la investigación.

 

 

Descárgate el texto íntegro original del cuento aquí: The Taste by Roald Dahl

Si eres más de escuchar te recomiendo la teatralización que hace Aaron Lockman: Aaron Reads: «Taste» by Roald Dahl – YouTube

Existe una traducción al español: “La Cata”, por Iñigo Jáuregui, cuidadosamente editada por Nórdica Libros SL, con magníficas ilustraciones de Iban Barrenetxea del año 2014, que va ya por su décima reimpresión.

También puedes encontrar en la red muchos otros relatos del autor, cuyo sentido del humor es proverbial. Algunos de ellos relacionados con el comer y el beber que es lo que aquí más nos interesa; entre los infantiles, te puedo sugerir el del Oso Hormiguero, literalmente alimentado, el oso, por la peculiar pronunciación inglesa, y entre los de mayores, Cordero para el matadero, que nos enseña la utilidad extra gastronómica de su pierna.

Permíteme que no diga más de ellos, porque lo que menos quiero es estropearte las historias. Con este de La Cata ello resulta francamente difícil, porque además ardo en deseos de contar por qué la considero una obra maestra. Seguramente es vana mi intención porque en cuanto abras alguna página de internet sobre ella os la van a estropear. Yo quiero evitarlo, y me limitaré estrictamente a los aspectos que aquí nos interesan que son los relacionados con el vino. Los distribuyo en cuatro apartados: (01) el catador y el proveedor de vinos, (02) el acto de la cata, (03) el lenguaje de la cata, y (04) los vinos catados:

 

(01) LOS PERSONAJES:

Aquí tenéis a los miembros de la mesa, según la acertada imagen de Iban Barrenetxea. Nos referiremos exclusivamente a los protagonistas que podéis fácilmente identificar.

 

 

El proponente de la cata, digamos el anfitrión, es un

  • agente de bolsa”, “para ser precisos un especulador en el mercado de valores”, y como “muchos de su especie parecía un poco incómodo, quizás avergonzado de encontrar que había ganado tanto dinero con tan poco talento”. “En su fuero interno sabía que no era mucho más que un corredor de apuestas, -un meloso, infinitamente respetable, secretamente falto de escrúpulos corredor de apuestas- y sabía que sus amigos también lo sabían”.

De modo que ahora pretendía convertirse en un hombre culto

  • “cultivar la literatura y el gusto estético, coleccionar pintura, música, libros y todo lo demás-”.

Saber de vino formaba parte de ello, a todo parecía dispuesto con tal de que se reconociera su capacidad para escoger buenos vinos.

El catador es un famoso gourmet; es definido casi como un auténtico profesional,

  • presidente de una pequeña sociedad conocida como los Epicúreos… cada mes circula privadamente entre sus miembros un opúsculo sobre comida y vinos… organiza cenas en la que se sirven suntuosos platos y vinos raros…”

¿Un friki, tal y como lo definíamos en la primera de estas cartas? Quizás. ¿Consideraríamos hoy friki a quien califica de “repugnante” la costumbre de “fumar en la mesa”? Seguramente no, y ¿a quién no fuma “por miedo a estropearse el paladar”?

En todo caso un auténtico profesional de la cata. En ese momento se convierte en

  • todo boca -boca y labios- los gruesos y húmedos labios de un gourmet profesional”,el labio inferior colgando en su centro, labio de catador permanentemente abierto, con la forma adecuada para recibir el borde de la copa o un bocado de comida…” Tan adaptado a esa función como el “ojo de la cerradura” a la llave.

En suma, dos arquetipos enológicos: el enterado, que no puede soportar que se diga que no lo sabe todo, y el advenedizo, que no puede soportar que se diga que no sabe nada.

(02) LA CATA:

El anfitrión se sirve primero un dedo en su copa, literalmente lo “vuelca” ya que el vino reposa en una cesta de mimbre con la etiqueta oculta boca abajo -la típica “ridícula” cesta-, y después llena las copas de los demás. Llenar es aquí “filling up”, es decir a lo que entiendo hasta arriba, quizás no hasta el borde de la copa, pero parece el típico llenado de restaurante sacaperras que pretende hacerte consumir vino (sacando de oficio incluso la segunda botella, a la mínima que ven que ese nivel ha descendido). Una copa así rebosante, tan pretenciosa y vana en su insensata medida, impide que el vino sepa y huela hasta que alcance su medida racional. Quizás una insinuación, como tantas esparcidas en el texto, en este caso sobre la falta de conocimiento y exceso de posibles del anfitrión.

En todo caso la copa no estaba tan llena que impidiera la entrada de la nariz del catador, acto con el que empieza  su “impresionante actuación” –literalmente toda una “performance”-.

 

  • La punta de su nariz se introdujo en la copa y se movió sobre la superficie del vino, aspirando delicadamente. Hizo girar el vino con suavidad en la copa para percibir el bouquet. Su concentración era intensa. Había cerrado los ojos y ahora toda la mitad superior de su cuerpo, cabeza, cuello y pecho, parecía transformada en una especie de enorme  y sensible máquina de oler, recibiendo, filtrando, analizando el mensaje que la nariz aspiraba…”

“El proceso de oler continuó durante un minuto al menos, entonces, sin abrir los ojos o mover la cabeza, bajó la copa a la boca y vertió en ella la mitad de su contenido.

“Se detuvo, su boca llena de vino, obteniendo la primera cata, luego permitió que algo de él se deslizara hacia la garganta, y pude ver como su nuez se movía al pasar. Pero retuvo la mayor parte en la boca. Y entonces, sin tragar nuevamente, aspiró una ligera bocanada de aire que mezcló con los vapores del vino e hizo pasar hasta sus pulmones. Contuvo la respiración, la exhaló por la nariz, y finalmente dio vueltas al vino alrededor y bajo su lengua, y lo masticó, literalmente lo masticó como si fuera pan.”

Tras algún pequeño sorbo, y mucha palabrería que luego veremos, continuó su “actuación”.

  • De nuevo se detuvo, levantó la copa, y apoyó el borde en su combado colgante labio inferior. Entonces vi la lengua, rosa y estrecha, que salía disparada, sumergirse en el vino y retirarse de nuevo rápidamente –una visión repulsiva-. Cuando bajó la copa, sus ojos permanecieron cerrados, la expresión concentrada, únicamente los labios se movían, deslizándose uno sobre otro como dos piezas de goma húmedas y esponjosas.”

Y continuaron los pequeños sorbos hasta el fin de su memorable actuación.

(03) EL LENGUAJE DE LA CATA:

El lenguaje descriptivo del vino necesitaría seguramente muchas entregas de esta serie de vino y letras. Hoy es un lenguaje altamente tipificado, al menos muy reconocible entre los expertos o los profesionales del sector. Se suelen citar los años ochenta de la pasada centuria como momento en que se sintió esa necesidad de establecer parámetros de entendimiento, por más que éstos fueran abundantes en metáforas e imágenes plásticas.

Roald Dahl, si pensamos en la fecha de publicación de su cuento, resulta ser un avanzado de la cuestión y apunta razones sobre esa necesidad que después se sintió, para entendernos. Ya al principio del mismo, al describir al catador nos dice que

  • tenía el curioso, más bien peculiar hábito de referirse al vino como si fuera un ser vivo”.
  • “<Un vino prudente>, podría decir, <un poco desconfiado y evasivo, pero bastante prudente>. O bien, <un vino bienhumorado, benevolente y alegre –ligeramente obsceno quizás, pero no menos bien humorado>”.

Y al comenzar la cata propiamente dicha:

  • “<Um, sí. Un vinillo muy interesante –suave, gracioso, casi femenino en su retrogusto>”,

estableciendo un parámetro de género luego reiteradamente utilizado, hasta que éste como todos ha entrado en revisión. Habrá que volver en otro momento sobre esto.

(04) LOS VINOS:

Tres eran los vinos previstos a catar, al menos tres copas de vino por persona reposaban sobre la mesa de la cena, dispuesta para un festín. Sin embargo uno, el último, no se llega a catar. ¿Sería un vino dulce?, ¿un oporto con el postre?, ¿una sorpresa con el queso? Sabemos que había mucha plata brillante pero no la índole y distribución de la cubertería, ninguna pista por tanto sobre el destino de esa tercera copa, de vino desde luego pues así es llamada. Una pena, conocida como es por su propia aseveración la amplitud de la bodega de Roald Dahl. Hubiera sido oportuno e interesante conocer su gusto para ese momento final, pues tengo la convicción de que estaba reflejando en el cuento su propia cata. Por particulares razones excluyo por completo el champán

De los dos vinos que nos quedan, uno no es propiamente objeto de cata. Se bebe, se deglute sin compasión incluso, pero no se saborea ni analiza. Y sin duda no era merecedor de ese maltrato; se trataba de un Mosela, un <Geierslay Ohlisberg, 1945>, producto de una compra que el anfitrión había hecho el pasado verano en el mismo pueblecillo de Geierslay, casi desconocido fuera de Alemania. Nos precisa además que su elección no venía dada solo por ese motivo, sino porque antes de un “delicado claret”   hubiera sido un acto barbárico servir un vino del Rin, que es lo que hubiera servido un montón de personas “que no conocen nada mejor”:

  • Un vino del Rin mataría al delicado “claret”, ¿sabes eso?.”

Así pues un Riesling, con casi total seguridad, de esa zona del río llamado Mosela Medio, viñedo plantado en la extrema pendiente que llega hasta el agua misma, mirando a poniente para recibir hasta la última gota de un sol huidizo, y con un suelo de pizarra oscura y que absorbe el calor, seca y con un drenaje inmediato. Personalmente una debilidad.

Y con ello entramos en el “claret” que ya desde el principio se nos dice que es el vino a catar. Es poco acertada la imagen que dicha palabra literalmente transmite. El “claret” es expresión típica para referirse a un Burdeos -aunque luego por extensión se aplicara al vino de otras zonas, como sería Borgoña, e incluso al mismo Rioja-. Esto es el vino que se produjera en la región de Aquitania. Acuñada tal referencia siglos atrás, quizás desde la misma época en que, Leonor su Duquesa, la aportara a su marido “inglés” Enrique II, el primer Plantagenet -amén de darle cinco hijos varones que había negado a su primer esposo el rey Luis VII de Francia, quien la había repudiado por ello-. De hecho aún hoy en buena manera los ingleses incluyen a (el vino de) Burdeos como parte de su imperio, y de su excéntrica idiosincrasia.

Desde el principio de la narración queda claro por supuesto y descontado que el vino de la cata no podía ser otro.

El anfitrión nos aclara previamente el objeto de esta; se trata de localizar la procedencia oculta del vino, su productor, el “terroir” en suma. En la medida en que no se trata de uno de los famosos grandes vinos, como Lafitte o Latour, entiende que el experto al máximo podría localizar la región de que procede, esto es, si es St Emilion, Pomerol, Graves o Médoc,  pero cada región tiene diversos municipios, y estos a su vez muchos, muchos pequeños viñedos; es imposible para un hombre diferenciar entre ellos tan solo por el sabor y el aroma del vino. Y no le importa por tanto añadir que el vino procede de un pequeño viñedo rodeado de otros pequeños viñedos.

Con tales antecedentes nuestro catador se apresta a la cata, en cuerpo y alma como hemos visto.

De entrada elimina las regiones de Saint Emilion o Graves, ya que el vino tiene un “cuerpo demasiado ligero” como para pertenecer a una de ellas.

Obviamente es un Médoc.

Una vez aquí situado, excluye Margaux –carece del “profundo bouquet” que este tiene-, y excluye Pauillac –pues al contrario que los vinos de esta, “es demasiado delicado, amable y soñador”-. Y aquí la personalidad del catador se explaya: El vino de Pauillac tiene en su gusto un carácter que es casi autoritario, y contiene un cierto vigor, un peculiar terroso y medular sabor que la uva adquiere del suelo. En cambio, el catado es un vino amable, comedido y vergonzoso en su primera apreciación, emergiendo muy tímida pero graciosamente después. Una ligera malicia, incluso una pequeña travesura al atormentar burlonamente la lengua con un  rastro de tanino, en el segundo nivel. Y por fin, en el retrogusto, encantadoramente consolador y femenino, con esa cualidad generosa y abundante que uno asocia a los vinos de Saint Julien,

Saint Julien pues sin posibilidad alguna de error. Una vez situado aquí, hay que fijar, digamos, la categoría. No es un primer “cru”, no es un segundo, no es uno de los grandes. Le falta para ello, la cualidad, la fuerza, el resplandor. Quizá un tercer “cru”, pero no, definitivamente es un cuarto, aunque sea de un gran año.

Dentro de los “quatrième cru” de Saint Julien, el tanino en el medio gusto, y una vivaz presión de astringencia en la lengua, nos lleva a los pequeños viñedos de la zona de Beichevelle. Pero no del propio Beichevelle, algún sitio próximo. ¿Quizás Château Talbot? No; un Talbot se entrega más rápido que este, además si es la añada del 34, como cree, no podría serlo. Un sitio próximo a ambos, casi en el medio. Y no puede ser otro que el pequeño Château Branaire-Ducru, y la añada 1934. Pequeño encantador viñedo, adorable viejo Château, tan bien conocido que no concibe cómo no lo reconoció de inmediato.

Bordeaux Wine Regions

No procede entrar a desvelar si el vino ha sido adivinado correctamente o no. Nuestra intención se limitaba, ya dijimos, a apuntar unas características de vinos que espero sean de vuestro interés y a invitaros participar de un cuento que, siguiendo al clásico, instruye deleitando.

Terminamos, pero no sin completar las referencias enológicas, pues el Mosela es servido con pescaditos fritos en mantequilla -¿cómo no añorar los chanquetes de la bahía de Cadiz, fritos en aceite de oliva y regados con una manzanilla del Puerto?-, y el Burdeos iba a serlo naturalmente con un trozo de carne asada y contorno de verduras.

Panorámica del Ebro a su paso por El Cortijo, Barrio de Logroño. Si aguzáis (mucho) la mirada veréis que acaba de pasar bajo los dos arcos que aún sobreviven del puente romano de Mantible. El meandro ciñe por el norte la conocida Finca de San Rafael, esa llanada rojiza arcillo ferrosa, en la que están los viñedos del Contino (más bien al este) y la Viña del Lentisco (tirando hacia el oeste), y sus respectivas bodegas, así como algunos viñedos más. Esa parte es Álava, en el barrio de Laserna del pueblo de Laguardia.

Al fondo, la Sierra de Cantabria en la que sabréis distinguir ya, hacia el centro, la Picota o León Dormido, y más al este la Sierra de Aras, pues los conocéis de nuestra primera carta. Delante de esta sierra, una mancha verde inconfundible es el Cerro de la Mesa. Obviamente os traerá el recuerdo del Table Mountain, de nuestra historia e imagotipo. En la parte norte de este cerro, escondida por tanto a nuestra vista, está la Bodega Viña Real, también de CUNE como Contino, obra muy interesante del arquitecto francés Plilippe Mazières.

Es uno de tantos meandros del Ebro a los que se refiere nuestro libro.

El libro en cuestión es el de Ignacio Peyró (https://ignaciopeyro.es),  “Comimos y Bebimos. Notas de cocina y vida”, editado por Libros del Asteroide (www.librosdelasteroide.com) en 2018 (*).

 

 

El azar de las lecturas ha querido que empezáramos por él. Contiene unos sesenta artículos, cinco por cada mes del año, salvo un par de meses que tienen cuatro y tres que tienen seis, de los que el vino es protagonista en varios, y artista invitado a la mesa en prácticamente todos.

Un poco antes de que la vida quedara en suspenso, tuve la tentación por razones que no hacen al caso de dedicarme a escribir artículos cortos sobre gastronomía. Un amigo (acaso presunto), por estimularme, me lo regaló, pero su lectura agostó toda mi determinación apenas nacida en la convicción de que nada podía añadir yo a lo que ya estaba tan bien dicho. (Solo queda rastro de aquella intención en un artículo no publicado que premonitoriamente era un “Elogio de lo efímero”; quizás algún día supere el pudor y sea parte de estas letras, porque el objeto del elogio eran precisamente “los higos de viña”, tan fugaces como la vida, tan intensos como ésta).

Aunque lo que paralizó mi voluntad fuera la certeza de que yo carecía de los conocimientos y del don de la palabra escrita del autor para hacer disfrutar a los lectores lo mismo que él me hacía disfrutar, debo reconocer que lo que me encorajinó fue el hedonismo practicante sin complejos de quien según puede verse en la solapa del libro tiene los mismos años que mi hijo. Ya se sabe que lo que de verdad duele son las verdades que de la vida uno recibe. ¡Cuánto tiempo perdido por mi parte!

El vino es protagonista de unos cuantos artículos como digo. Gracias a ellos podremos aprender cómo los poetas se anticiparon a los cardiólogos en el canto a las virtudes que tiene el vino para el corazón –aunque toda inmoderación es insana, perdónese la moralina estomagante-; podremos también participar de las angustias (siempre) y del desborde de besos (con no idéntica frecuencia) que se viven en cada vendimia,  podremos observar  la psicológica relación entre la virilidad y el vino blanco, conocer algún oporto que jamás conoceremos bíblicamente, o apreciar las diferencias entre Burdeos y Borgoña para concluir que es siempre el empeño en las comparaciones lo que impide el disfrute.

Aquí nos referiremos en especial a uno cuyo título hemos tomado como cabecera, y que nos plantea la cuestión hamletiana de ser o no ser un esnob del vino. Esa es la cuestión.

El autor va desgranando los sufrimientos que ser un snob del vino conlleva y frente a los que nos previene. Una suma de pérdidas, de tranquilidad, de dinero, de amigos… un sinvivir en estado de permanente angustia, por el vino que no se podrá probar, por el que se es consciente de probar antes de su debido tiempo y sabe cada vez más a la desazón de cómo nos hubiera sabido entonces, por la acechanza de los corchazos, por las expectativas no consumadas.

No nos vamos a regodear en las angustias. Quien más quien menos ha experimentado que las pasiones tienden a generar más sinsabores que momentos de placer. A pesar de todo, a pesar de todas esas angustias, incluso la del remate final, que es nada menos que la de terminar “escribiendo textos como éste”, “aún así, -generaliza el autor- merecerá la pena” tanto sufrimiento, a cambio de la gloria de esos efímeros momentos.

Ya se sabe que el sentido del humor es la mejor manera de afrontar un ridículo tan inevitable como consciente. Bebamos y disfrutemos del vino, y aprendamos de él y con él. Cuando los conocimientos se ensanchan se ensanchan parejos los placeres, y, claro es, los disgustos por las expectativas no alcanzadas. Pero la tibieza nunca ha dejado recuerdos memorables. No nos retraigamos de practicar los ritos por más aparentemente esnobs que puedan resultar, pero sí, huyamos como de la peste del perfeccionismo, pretensión esterilizante si es el propio y descorazonador si es el ajeno.

En todo caso quizá lo mejor del libro que comentamos es su capacidad estimuladora del hedonismo y de la pasión epicúrea y vital en que nos empapa, y tanto por la sustancia del fondo, cuanto por la inteligencia y originalidad de la forma en que se expresa. ¡Cómo no nos vamos a venir arriba nosotros beneficiarios de “La tierra del Rioja”, cuando leemos:No es en vano que se ha dicho que los mejores vinos del mundo vienen de los viñedos más hermosos del mundo: valle del Duero, Priorato, la Borgoña, el lento meandro del Ebro que ciñe y desciñe la Rioja”! (sic por la ausencia en la cita de zonas míticas como Burdeos, Toscana o las laderas del Etna. Sea a mayor bendición de las incluidas, que son y están).

En la pequeñez de la nave donde elaboramos nuestros vinos, sita en un polígono industrial no más feo que cualquier otro, al que solamente prestigia la presencia de una bodega de renombre, “Olarra”, hemos escrito, como nuestra web cuenta: “Si no podemos comprar un Château en Burdeos, ni heredar tierras en la Borgoña, lo único que nos queda es demostrar que en esta nave se puede hacer un Rioja, tan buen vino al menos como los de allí”. Obviamente tan bueno no quiere decir igual. Somos Rioja, amamos nuestro tempranillo y no pretendemos en absoluto que se parezca al cabernet o al pinot noir.

Y con ese impulso que tras la estimulante lectura nos desborda, estamos prestos a afirmar, también sin complejos, que «El Barranco del San Ginés 2015” es, ahora más que el tiempo lo ha afinado, un vino comparable al mejor que en dichas regiones se pueda producir, siempre que se beba con no menor convicción y espíritu de los empleados para degustar los mitos (accesibles).

 

Barrica del Barranco del San Ginés

Botella del Barranco del San Ginés reposando sobre una barrica de roble francés.

(*) Perdóneseme este interruptus que tiene mucho de esnob (DRAE: “Persona que imita con afectación las maneras, opiniones, etc., de aquéllos a quienes considera distinguidos”) o acaso (también) de pedante (DRAE: “Dícese de la persona engreída que hace inoportuno y vano alarde de erudición, téngala o no en realidad”), pero no puedo evitar que tal título del libro me recuerde, quizás no gratuitamente, a las “Notas de vida y letras” de Joseph Conrad. Seguramente no tendré otra ocasión de sacar a colación en estas cartas, cuyo contenido tiende a lo enológico, a este escritor, a quien profeso veneración y no tanto porque sus novelas me abdujeran en la adolescencia y me alivian la senectud, sino porque ¡maldita sea! empezó a aprender inglés pasados los veintitantos, con un obvio aprovechamiento que a mí me huye.

Leída al final, donde se ubica, esta nota interruptora, nos sirve también para opinar modestamente que el autor del artículo comentado, caso de ser además autobiógrafo, no es, en puridad de diccionario, “esnob”, ya que todo lo que nos dice es de su cosecha, sin afectaciones ajenas, ni es tampoco “pedante”, ya que su erudición no es engreída, ni resulta inoportuna o vana. Todo lo más podría ser tildado de “friki” (DRAE: “Persona que practica desmesurada y obsesivamente una afición”). El concepto se entiende bastante bien;  si como dice el autor, en todo caso de invitación a comida o cena te empeñas en llevar tú el vino (porque te temes el que te van a dar), te personas una semana antes para rogar, exigir, controlar que el vino repose en situación adecuada que evite posos revueltos y calenturas, y procuras en su momento acaparar la botella so pretexto no confesado de que sólo tú la entiendes, eres un auténtico friki, y quizás puedas incluso sentirte orgulloso de ello.